Los “hombres-gato” de Rafael Calzada
Por Gustavo Fernández
Esta extraña enumeración de apariciones de seres con un comportamiento y una morfología que los identifica más como “elementales” o producto de una actividad goética que como animales o humanoides de origen y evolución netamente natural no puede quedar completa sin la mención de lo que entonces conmocionó a una populosa localidad del sur del conurbano bonaerense: la ciudad de Quilmes, extendiéndose hasta San Francisco Solano y Rafael Calzada. Se trata de la aparición de los que fueron llamados, en su momento, “hombres gato”.
La historia comenzó en realidad en las páginas policiales de los periódicos, cuando se informó de ataques sexuales a varias jóvenes de la zona por parte de “uno o más individuos disfrazados”; altos, de más de ciento ochenta centímetros estando, al parecer, cubiertos de pelaje oscuro, y además lo que llamaba la atención de los investigadores era la increíble agilidad de que hacían gala.
En efecto, cuando las tropelías se sucedieron en demasía, la policía comenzó a tender los cercos con vistas a capturarlos. Pero esto sólo evidenció la habilidad de que eran poseedores, pues sus escapes de redadas prácticamente perfectas eran impresionantes. En ocasiones, se afirmaba que uno de estos seres había sido rodeado en un terreno baldío, aparentemente escondido entre los matorrales, pero cuando treinta o cuarenta hombres cargaron sobre ese punto se encontraron con la sorpresa de que el ente se había esfumado.
A medida que pasaba el tiempo las apariciones se multiplicaron. Lo que dio la pauta de que se lidiaba con un número significativo de seres –se habló de hasta un centenar– era que en una misma noche eran múltiples las observaciones en puntos muy alejados. Los vecinos, al observar la impotencia policial, comenzaron a tomar sus propios recaudos, se armaron, y la emprendieron a tiros con todo bulto que se moviera en la noche.
Algunos de estos casos son interesantes. En una ocasión, por ejemplo, una familia escuchó aterrada cómo algo golpeaba y arañaba su ventana. Sus gritos alertaron a algunos vecinos, quienes salieron a la calle con tiempo de observar cómo una delgada silueta peluda y negruzca ganaba la oscuridad. Dos de estos observadores estaban armados, por lo que se echaron en persecución del ser, disparándole a distancias no superiores a cinco metros. Dos veces, según los testimonios, el ente cayó al suelo por el impacto de los balazos pero en ambos casos se levantó y continuó corriendo como si nada le hubiese afectado.
Corría 1985 y por ese entonces me encontraba yo dictando cursos para varios alumnos que tenía en la zona, por lo que no pude permanecer ajeno a los hechos. Consulté a la policía local, pero ante la imposibilidad de obtener mayor información (había, según me informaron, órdenes expresas de que ningún civil participara en las redadas, aun en el caso de que fuese periodista o investigador) me resigné a enterarme de más por los canales convencionales. El tiempo, sin embargo, me reservaba una sorpresa.
Un hecho sugestivo que ocurría en la zona por ese entonces era el desmesurado incremento de lo que la gente del lugar llamaba “posesiones”. Sacerdotes católicos, pastores evangelistas y oficiantes umbandistas (que en el lugar pululan) recibían una media muy superior a lo normal de solicitudes diarias para exorcizar personas o viviendas.
Creía yo entonces que el fenómeno de los “hombres gato” se debía quizás a un grupo bien organizado y entrenado de individuos que buscaban aterrorizar esos parajes con fines desconocidos. O quizás no tanto: había recibido informaciones de buena fuente de que en las cercanías del epicentro del fenómeno se habían instalado recientemente varios “terreiros” de una nueva agrupación de Umbanda cuyos integrantes directivos acababan de llegar de la hermana república del Uruguay.
Incluso se me acercaron –atemorizados– testigos de extraños ritos en bosquecillos aledaños a los centros poblados como, por ejemplo, el llamado “Monte de los Curas” en San Francisco Solano. Y como el “exorcismo” –adecuadamente arancelado– era el negocio principal de esta gente, pensaba yo que todo muy bien podía deberse a una táctica genialmente montada con miras a asegurarles dividendos por largo tiempo.
Pero entonces ocurrió algo que me obligó a cambiar mis puntos de vista. Una de estas familias con “poseídos” en su seno, a quienes les fui recomendado, requirieron mi opinión. En este caso debía ocuparme de una niña, hija de los dueños de casa que todas las noches, exactamente a las dos de la mañana comenzaba con sus crisis caracterizadas por gritos ininteligibles, llanto, convulsiones y taquicardia. Los médicos y un psiquiatra consultados habían arriesgado los diagnósticos convencionales, pero hasta ese momento habían fracasado en la terapéutica. De allí, la intención de los directos afectados en consultar a un parapsicólogo.
Así es que una noche decidí montar guardia en la vivienda de la familia "C." (guardo reserva sobre sus nombres por su expreso pedido) junto a los padres de la muchacha y otros dos hombres, tíos de ésta. A las once de la noche la niña se dirigió al humilde dormitorio y concilió rápidamente el sueño. Los demás, en tanto, permanecimos en la cocina, conversando, bebiendo café y turnándonos en vigilar a la aparente afectada.
A medida que nos acercábamos a las dos de la mañana la tensión, aunque disimulada en los comentarios, indudablemente iba en aumento. Exactamente a las dos, la niña comenzó a gritar. Y en tropel nos dirigimos los cinco al dormitorio.
Elena (uso su nombre de pila) dormía y gritaba en sueños. Pero mi atención fue capturada en realidad por lo que ocurría fuera de la casa o, mejor dicho, sobre ella; en el techo se escuchaban pesadas pisadas como si un hombre caminara en círculos. Uno de los hombres corrió a buscar un arma, mientras los demás hicimos lo propio hacia la única ventana de la habitación.
En aquel momento, “eso” (lo que fuera) aparentemente se dejó caer desde el techo al suelo, frente a esa pequeña ventana y muy cerca de ella; tan cerca que yo mismo, circunstancialmente a la cabeza del grupo, sólo vi una sombra que cubría las estrellas –lo único visible en una noche oscura como la tinta– y un gran cuerpo peludo cubriendo la misma.
Mi reacción fue absolutamente instintiva: diez años de práctica en artes marciales hacen que muchos reflejos sean condicionados y ante el peligro el instinto de huída se transforma en un instinto de ataque: me tendí hacia delante, descargando con mi puño izquierdo un golpe sobre ese torso oscuro. Hoy, en situación de frío observador, entiendo que lo mío fue una estupidez.
Lo cierto es que bajo mi mano sentí una sensación repugnante; era un cuerpo muy frío, mucho más de lo que su presunción de mamífero daba a suponer, increíblemente blando; en este sentido la imagen táctil más aproximada que puedo dar es una bolsa de cuero rellena con gelatina. Las cerdas eran duras, y casi perpendiculares a la piel, o al menos así me pareció. Sorpresivamente, el ser se desplazó hacia una esquina de la casa, de forma que al asomarnos por la ventana ya le habíamos perdido de vista.
Salimos a la carrera. Yo me asomé por la ventana, pero el verdadero barrial que rodeaba a la vivienda –hacía varios días que llovía intermitentemente– no permitía distinguir huella apreciable alguna.
En ese momento comprendí que, fuese lo que fuera el extraño ser, estaba estrechamente ligado a los pensamientos de Elena y, quién podía dudarlo, nadie podía estar tranquilo respecto de su seguridad.
Pero hay algo más. En esos días, pobladores de la zona completamente aterrorizados y desilusionados por los fracasos en la investigación policial comenzaron a solicitar en gran número el apoyo de profesionales en parapsicología, buena parte de ellos provenientes de localidades muy alejadas del epicentro de los hechos (lo que invalida la suposición de que los propios colegas zonales incentivaran los rumores con fines monetarios).
Me consta que muchos de ellos también interpretaron a los “hombres gato” como subproducto o consecuencia de actividades goéticas (obsérvese que tenían, morfológicamente y en cuanto a sus conductas, gran parecido a súcubos, los demonios medioevales que se materializaban para atacar sexualmente o perturbar la paz espiritual de los hombres): la violenta desaparición de los fenómenos unos días más tarde, casi tan violenta como fue su irrupción en las vidas de estas gentes sencillas, me ha convencido de que fue el esfuerzo psíquico conjunto de un número grande de entrenados expertos lo que puso fin a esta pesadilla.
Relato Nº5: "¿Hombres-Gato?"
domingo, febrero 21, 2010
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